Desde las entrañas de “El Infierno” surgió, como un ave fénix, y se resignificó un espacio de conocimiento y pensamiento crítico
Por Ailín Colombo
Imaginemos por un minuto: desde las celdas se escucha el retumbar de pasos de subiendo los cuatro escalones de la puerta de entrada. Luego, el sonido seco, en aumento, de esas botas acordonadas que caminan por el pasillo que da al patio interno, donde arriba brilla el sol, pero a la derecha oculta el más oscuro encierro. Visualicemos un poco más, las botas siguen su camino sin detenerse ante los barrotes que van del piso al techo y, por detrás de ellos, divididas por una pared, a modo de espejo, dos espacios exactamente iguales. Seis calabozos de un lado y cinco del otro, de dos metros por uno, con puertas herméticas que tienen un solo contacto con lo que hay afuera, la mirilla inferior. Además, tres baños de cada lado. La única diferencia entre ambos espacios paralelos reside en que el lado derecho era habitado por “los comunes”, esos de los que se sabía paradero, y por el izquierdo, los sumidas y las sumidas en la clandestinidad, la respuesta a la angustia de sus familias y a las habeas corpus que inundaban fiscalías.
Esta vez, las negras y lustradas botas pasan de largo ese lugar de tormento, encierro y hacinamiento para girar a la izquierda hasta la escalera que da a la terraza ubicada sobre las oficinas donde hoy, más de 40 años después, nos recibe Laura.
-Pase…
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La Biblioteca especializada en Derechos Humanos del Espacio de la Memoria de Avellaneda fue fundada en septiembre del 2017 y Laura es una de las ideólogas, quien se encargó de catalogar los libros con Luciana, una joven que estudió bibliotecología y milita el Espacio, juntas por medio de la Clasificación Decimal Universal (CDU, técnica de catalogación de libros) y mucha creatividad crearon las colecciones, “L@s compañer@s, “Historia Argentina”, “Literatura”, “La Patria Grande”, “Resto del Mundo”, “HIJ@S”, “ex Centros Clandestinos de Detención”, entre otros. A raíz de que en la planta baja había libros en cajas plantearon al Secretario Municipal de Derechos Humanos arrancar con una biblioteca, a partir de ahí, trabajaron para condicionar el lugar.
Durante la última Dictadura cívico-militar-eclesiástica (1976-1983) en el Espacio se desempeñó la Brigada de Investigaciones de Lanús con asiento en Avellaneda, y en la parte que hoy ocupa la biblioteca se presume que funcionó la armería de la dependencia. En esos oscuros momentos de nuestro devenir histórico, la Brigada sirvió para instalar un centro clandestino de detención, tortura y exterminio bautizado por los mismos militares como “El Infierno”, mofándose de ser el lugar más cruento en cuanto a las suplicios y vejaciones que sufrían las personas que tenían secuestradas allí.
Laura es una mujer amable y jovial con el pelo gris largo, bien lacio y arreglado. Se la ve sencilla, sin maquillaje. La voz cascada, de tango, tal vez por el cigarrillo, tose cada tanto. Sale a la puerta a fumar, escucha atenta a su compañera Sara, su postura y su actitud denotan la dignidad de las mujeres que sufrieron, pero la pelean. Sonríe bastante, pero su mirada es triste, “mi hijo me dijo una vez que llevo a los 30 mil en los ojos”, contó.
Se nota en ella una conexión con el Espacio, de hecho no trabaja en la biblioteca, es una militante por la memoria y de toda la vida, con su esposo formaron parte del Partido Revolucionario de los Trabajadores (PRT). Ante la pregunta de por qué eligió este lugar sonríe mientras lanza una mirada cómplice a Sara, luego suspiró y relató:
-En el año 77´ tuve a los militares en mi casa por muchas horas y se llevaron a mi marido. Con los años me enteré que lo trajeron acá.
-¿Cómo te enteraste?
-Por medio de un compañero que compartió cautiverio con él. Alguien a quién quiero mucho, es la última persona que conozco que vio vivir a mi marido.
El Compañero
-¿Quién es el de la foto, Sara?
Arriba de un cartel que reza “Biblioteca, espacio para leer”, sobre una mesa con libros y revistas viejas, hay una foto enmarcada en blanco y negro de un joven de traje y peinado engominado, llama la atención un corte en su ceja, que recuerda a las marcas que se hacen los adolescentes de hoy por moda en esa zona. Es una foto de época, perfil izquierdo, mirada a la nada, quizás era la fotografía del DNI o algún otro documento importante. Seguro fue una de las pocas que le tomaron a ese muchacho en su vida, tal vez la única.
-Laura la puso ahí para mirarla y acordarse quién es. Abajo hay fotos de compañeros y algunos no tenían nombre, por eso las sacaron para ponérselos, este quedó sin nombre, dice que capaz sea un tal Luna, creo. Ya se va a acordar y lo vamos a poder rebautizar.- sonrío Sara
Ella contó que Laura tiene una memoria prodigiosa, se acuerda del nombre de todos los compañeros y todas las compañeras, incluso de los que no conoció. “Me impresiona como los relaciona, ahora trabaja con una lista de más de 500 nombres y sabe quiénes eran, donde estuvieron detenidos”.
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La empleada municipal encargada del “espacio para leer” es Sara, que tiene un aspecto de maestra y voz de lectora. Con la cabeza gris y lentes que esconden sus ojos azules, de apodo le pusieron “La Negrita”, a pesar de su tez blanquísima. Sara ríe, ríe mucho y fuerte, es una mujer ruidosa para una biblioteca, a pesar de su experiencia como trabajadora de Bibliotecas Populares del distrito.
Su familia fue arrastrada a la clandestinidad por las sucesivas dictaduras del siglo pasado debido a la militancia en el Partido Comunista, lo que significó una infancia y adolescencia solitaria, producto de las constantes mudanzas y el silencio que implicaba el secreto familiar por protección, pero sobretodo esconde una historia de solidaridad:
“Siempre había un compañero que venía de Chile, de Uruguay, no sé cómo caían en la casa de mis padres, pero siempre había alguien. Me acuerdo de un compañero que era muy del norte de Brasil y siempre tenía frio, los días que estuvo en casa estaba todo el tiempo la estufa prendida en verano porque él tenía mucho frio.”
Una pared celeste y descascarada, que desentona con las tres de alrededor pintadas de blancas, repleta de libros, alrededor de 1200, para ser exactos. “No modificamos en absoluto, de aquí para atrás (refiriéndose a los estantes y la pared) es todo como lo encontramos, inclusive no la pintamos”, explicó Sara. En la parte superior e inferior hay rieles de madera, prueba de que había puestas corredizas y en los estantes, también de madera, se leen etiquetas amarillentas pegadas que dicen, por ejemplo, “dependencias varias” o “información del concepto”. Lo más llamativo que encontraron en las repisas fue una pequeña estampita de San La Muerte.
Pegada a la Biblioteca hay una sala pintada de negro, oscura, que discrepa con el resto, en la que hay una mesa con un par de utensilios de cocina, el lugar está desordenado, en desuso.
-¿Ahí que van a hacer, Sara?
-¿En ese cachivache?- rió –Lo estamos acondicionando para que sea una sala de proyección, por eso lo pintamos de negro.
La Biblioteca fue inaugurada el 21 de marzo de 2018 cuando aún no estaban siquiera clasificados todos los libros, luego de un arduo trabajo durante el verano de reacondicionamiento del lugar designado y catalogación. Era de suma importancia la fecha elegida, a modo de “acto político y simbólico”, como lo definió Sara, ya que fue el segundo aniversario de la desafectación de la Delegación Departamental de Inteligencia de la policía bonaerense (DDI - Lomas), la cual “entregaron destruida”, según Laura. Se presume, que durante la dictadura genocida, en este salón funcionó la armería de la brigada, es paradójico que hoy encontremos su antítesis: un lugar lleno de libros sobre derechos humanos.
Además de libros, cuenta con películas relacionadas a la dictadura y lesa humanidad, así como revistas, en su mayoría “Gente” y del año 82´, que un militante compró en una feria por 100 pesos y las trajo al Espacio. Casi toda la colección de la biblioteca es producto de donaciones, de hecho, esa es la condición para asociarte, dejar un libro. Los hay de editoriales, universidades, organismos de DD HH y particulares. Muchos de estos últimos afirmaron encontrar un lugar donde “dejar sus libros más preciados” comentaron las encargadas.
“Este lugar me produce mucha alegría, porque lo recuperamos y lo resignificamos, esa es la importancia de la biblioteca, contra el pensamiento crítico y el conocimiento no se puede, siempre vuelve a surgir” sintetizó Laura. “Alegría” es uno de los términos que más se repitieron durante la charla, y de hecho inunda todos los rincones, la biblioteca está adornada con decoraciones de muchos colores, pañuelos de madres, flores tejidas, y en el medio una mesa larga similar a la de las escuelas, con pilas de libros y siempre un mate para compartir. Es más, Sara definió a su posible jubilación en el Espacio como un “premio a la vida”.
“No devalúes las palabras”
¿Puede haber algo más trascendente que las palabras en una biblioteca?
Las discusiones en torno a las palabras son muy importantes en este lugar.
Compañero: “A mí no me parece bien que nos digamos todos compañeros. Compañero es una palabra muy grande, no cualquiera es uno. El Che decía ´no seremos hermanos y tal vez no nos conocemos, pero si a usted le indigna la injusticia como a mí, entonces somos compañeros” (sic), si no, no lo somos”, explicó Sara.
Desaparecidos:
-No existen los desaparecidos, lo que si existen son personas que fueron secuestradas, torturadas, asesinadas y sus cuerpos hechos desaparecer- manifestó Laura mientras golpeaba la mesa a modo de reafirmación- Existen personas con nombre, apellido, historia, ideología, con familias. Parto de que la palabra “desaparecido” la instaló (Rafael) Videla, por más de que, como me dijeron una vez, cambió la connotación de la palabra, aunque valoro el significado.
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En los estantes de la biblioteca hay fotos en blanco y negro con un marco de cartulina de color que reflejan pilas de libros tiradas en el piso, militares armados alrededor y luego, esas toneladas de papeles prendida fuego, 24 toneladas con exactitud, de ejemplares “subversivos y peligrosos”. Es el registro fotográfico de la quema de libros del Centro Editor de América Latina (CEAL), de la localidad de Sarandí, partido de Avellaneda, tres años antes del final de la dictadura genocida. El que ofició de fotógrafo fue Ricardo Figueira, archivista y director de la editorial, obligado a realizar la tarea de registro, de manera irónica, para que la policía bonaerense no sea acusada del robo de libros, como si el delito de destruirlos fuera menor. Figueira guardó por muchos años los negativos de las 29 fotos que sacó ese día, hasta que se las entregó al periodista Alejo Moñino, quién realizaba una investigación. Esas primeras impresiones son las que hoy se exponen en la Biblioteca del Espacio de la Memoria, entre libros.
A pocas cuadras de donde se detenían ilegalmente, torturaban, y exterminaban personas se destruían 24 toneladas de libros, “la destrucción de todo pensamiento crítico, sea de libros o cerebros” sintetizó Laura, pero Sara agregó, parafraseando a otra testigo de la quema, la trabajadora del CEAL Amanda Toubes, “los libros se reponen. Los cuerpos no”.
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