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Foto del escritorRevista Resistencias

Que el pueblo gobierne al país o nadie gobernará al pueblo




Por Roberto Perdía


Límites y riesgos de tener a la gobernabilidad como objetivo


El sábado 18 de mayo, anuncio de las candidaturas de Alberto Fernández y Cristina Fernández de Kirchner, será recordado como una fecha demostrativa de cómo se maneja el marketing político. “Sorpresa” y “oportunidad” son dos cualidades muy apreciadas por quienes se mueven en ese ambiente y que muy pocas veces son utilizadas con tamaña eficacia. El oleaje del impacto inicial todavía está cubriendo las arenas de la política local. El macrismo y la mayor parte de la oposición tuvieron que recalcular sus planes después de esa jugada cristinista.


La decisión de Cristina, tomada en la intimidad de su grupo más cercano, atiende a un aspecto conceptual y dos objetivos políticos centrales. Respecto a lo primero quiere ofrecer la imagen de una Cristina moderada, capaz ella misma de colocarse por encima de la “grieta” existente, con lo que absorbió y sacó del juego a quienes jugaban a ocupar una franja del medio. En cuanto a los objetivos, ellos se refieren tanto al aspecto electoral como al posterior ejercicio del gobierno. En términos políticos aborda la cuestión de las necesidades para asegurarse los votos necesarios para ganar (en primera vuelta o mejorar sus posibilidades ante una eventual segunda convocatoria) y para la posterior “gobernabilidad” del país. Allí encontramos la clave de esta decisión y sus posteriores efectos.


La actitud de la ex Presidenta está orientada hacia la conveniencia de darle gobernabilidad al sistema y sus instituciones. En este sentido la situación tiene puntos de contacto con lo ocurrido en el 2003 con Néstor, cuando le tocó gobernar en medio de una crisis fenomenal de un sistema de poder que hacía agua por los cuatro costados. Los 5 presidentes en 10 días simbolizan esa descomposición.


Néstor y el kirchnerismo en su conjunto tenían por delante dos alternativas: Una era aprovechar el clima social y político existente, profundizar esa crisis de las viejas instituciones, e intentar recorrer nuevos caminos. La otra posibilidad, finalmente adoptada, fue volver a restablecer la vigencia de decrépitas instituciones y con ellas al sistema económico que las sustentaba. Más allá de variadas medidas que mejoraron la distribución de ingresos; se reconocieron derechos ignorados; se intentó y amplificó la autonomía nacional promoviendo una necesaria unidad regional; pero no se concretaron las transformaciones de fondo que permitieran consolidar lo avanzado. El hecho que esos avances fueran sucedidos –a través del voto mayoritario- por un gobierno profundamente reaccionario y sin antecedentes para las últimas décadas de nuestra historia, constituyó un hecho histórico que muestra los límites de tal gobernabilidad.


Reconocemos que no es lo mismo un gobierno que otro, que no es lo mismo el kirchnerismo que el macrismo. Del mismo que tampoco lo es el ideario de Cristina respecto del que manifiesta Alberto Fernández. Pero tampoco es lo mismo prometer los cambios necesarios que accionar para llevarlos a la práctica.


Hay una larga experiencia de situaciones donde los avances populares naufragaron en el camino inconducente al que lo llevaron gobiernos que colocaron el eje en la continuidad y reproducción del viejo sistema. Tampoco se le puede pedir a la sociedad que siga soportando reiterados gobiernos “salvadores” cuyos límites están puestos por una dirigencia que actúa en el marco de un posibilismo determinado por límites impuestos por la cúspide del sistema vigente.



La reiteración de ese posibilismo tiene en su raíz un concepto que se ha venido repitiendo desde hace varias décadas: La gobernabilidad. La gobernabilidad es una idea típica del pensamiento político occidental. En realidad, su origen se puede rastrear más en su opuesto: la ingobernabilidad. Es por eso que “gobernabilidad” ha sido una palabra del gusto de los funcionarios de organismos internacionales. Su opuesto aparece cuando las demandas del pueblo no encuentran respuesta en los gobiernos e instituciones vigentes. Si bien esas insatisfacciones vienen de lejos, su visibilidad alcanzó masividad, en la cultura eurocéntrica, con los sucesos del Mayo francés, en 1968. Son los tiempos en los que el Estado de Bienestar se iba disolviendo en medio de una crisis de la que nunca se recuperó. El brutal incremento de los precios del petróleo, la independencia del dólar respecto del oro, la derrota norteamericana en Viet-Nam, son escalones de esa tendencia que hoy se manifiesta con esta hegemonía de los sectores financieros, al frente de un capitalismo tan decadente como peligroso.


Ante la inexistencia de respuestas reales, el sistema de explotación y dominio se fue refugiando en la idea de la defensa de las instituciones que le daban el sostén para mantener sus privilegios. La estabilidad institucional, política, social y económica del mismo, se transformaron en vallas infranqueable para los cambios que fueran más allá de lo tolerable. Si bien no hay una única definición de gobernabilidad, el sostenimiento de esas ideas, límites y tolerancias se constituyó en una parte sustancial de aquella concepción que se fue divulgando bajo la forma de lograr lo “menos malo”, hacer “lo posible”.


En resumen lo que se llama gobernabilidad es el punto de síntesis entre las exigencias del capitalismo contemporáneo y estas democracias que aprisionan la voluntad, necesidades e intereses de sus pueblos. Es por ello que la gobernabilidad es un sistema constante de adaptación entre las necesidades mayoritarias y las decisiones del poder. Por eso el posibilismo es su valor de mayor predicamento. Para esa concepción, ejercer ese “mal menor” no es un “error” o “traición” de un gobernante. No, es el ejercicio pleno de esa capacidad de “adaptarse a lo posible”, mejor dicho a lo que el sistema imperante permite. Pero, claro, esto último no se dice.


Cuando Cristina propone ser la vice presidenta de una fórmula encabezada por Alberto Fernández, más allá de sus intenciones o expectativas, claramente apuesta a la gobernabilidad. Algo semejante a lo que hizo Néstor en el 2003. Se trata de restablecer un equilibrio, evitando que el sistema pueda ser empujado más allá de sus límites institucionales o se produzca un estallido. De ese modo, procurando esa gobernabilidad, se termina legitimado al capitalismo vigente.


Más allá de los límites -ya señalados- de esta concepción, la situación económico-social muestra evidentes diferencias entre el 2003 y la actualidad. Podemos señalar dos de ellas. El gigantesco endeudamiento actual, superior al que provocó el default de aquellos tiempos, ahora está acompañado con el compromiso de cumplir con el pago de las deudas. Recordemos que el no pago de deudas por varios años fue una de las claves para el crecimiento económico, en los primeros años del kirchnerismo. Otro aspecto diferenciador es el valor de nuestra producción primaria en los mercados mundiales, claramente distinta a la existente en aquellos años de notable alza de los mismos.



Más allá de estas cuestiones que, por cierto, no son secundarias no se puede soslayar el tema de fondo. Las decisiones políticas y sus consecuencias son efectuadas tomando la cuestión de la gobernabilidad o equilibrio de estas instituciones, como el hecho sustancial. Ahí está la trampa que no logramos romper y donde naufragan las buenas intenciones y mejores políticas. Se trata del direccionamiento de un importante caudal político hacia un rumbo inconducente, tal como la reciente realidad –después de 12 años de gobierno- lo demostró.


En algún momento habrá que decir ¡NO! y colocar las referencias de la construcción popular no en la gobernabilidad del sistema vigente, sino en la elaboración de su alternativa. Las características de la misma no forman parte de estas reflexiones, aunque algunos de los aspectos de la misma han sido publicados en el libro “Prisioneros de esta democracia” y se volverá sobre ellos.


Este es un debate que recién estamos iniciando y entre los temas que debe abarcar y que no debemos soslayar están: El sujeto social de los cambios necesarios; su organización y construcción en un poder territorial, de tipo comunal, en el que logremos sintetizar los intereses del conjunto de los trabajadores y sus aliados del campo popular; la atención de sus necesidades vitales en un mercado no capitalista con un modelo económico donde producción, distribución y consumo estén en manos del pueblo y para el pueblo.


Todo ello demanda una organización política que conduzca esos procesos; con una identidad arraigada en la historia de las luchas populares; un Programa que le permita acumular fuerzas y definir tareas en las diferentes coyunturas; un nuevo tipo de dirección: colectiva y ejemplar; una nueva forma de hacer que privilegie el curso al discurso y una reivindicación de las diferentes formas de lucha que permita la articulación de fuerzas en la construcción del poder popular, la conformación de un nuevo tipo de estado. Esto no son ideas para el “día D” de una Revolución. No, son propuestas para las tareas cotidianas que empezamos ayer.


Todo lo dicho forma parte del debate necesario para que logremos que el pueblo gobierne al país y la sociedad, de lo contrario seremos responsables de la continuidad de este estado de cosas o estallará a la vista de todos que nadie puede gobernar al pueblo.





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