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  • Foto del escritorRevista Resistencias

Nuestra América en llamas: ¿colapso de las democracias burguesas?



Por Jorge "Chiqui" Falcone


Fascismo y progresismo como disputa de consorcio al interior del capitalismo


La crisis es global y antropológica. En nuestra región se expresa bajo el formato de una nueva “Guerra Fría”, por ahora librada en términos comerciales entre una potencia decadente (EEUU) y otra emergente (China) Bolivia es el fiel ejemplo de tal contienda: ante el expansionismo oriental, el gran país del norte consolida su “patio trasero”: Sabido es que a principios de septiembre la hija del presidente norteamericano visitó Jujuy, y que en la comitiva que acompañó al gobernador Gerardo Morales estaban Camacho y Añez, hoy referentes del golpismo racista contra Evo Morales. El escenario continental que se viene configurando no es aquel de la continuidad de una ola progresista que soñaron l@s más optimistas cuando el presidente Macri fue derrotado en las urnas. De hecho, la Sociedad Rural Argentina se apresuró a marcar la cancha a las nuevas autoridades electas advirtiendo que volverá a ocupar las rutas en caso de que se decreten nuevas retenciones al agro. A estas horas Nuestra América demuestra dramáticamente en territorio aymara que para alcanzar la paz no basta con hacer las cosas bien. El sueño de la conciliación de clases, en consecuencia, queda reservado para fidelizar la clientela de las religiones humanistas. Pero no para la política.


La lucha de nuestros pueblos evidencia que el viejo orden demoliberal ya no garantiza la gobernabilidad


Como ocurre con la reaparición periódica de francotiradores desquiciados en el gran país del norte, al sur del Río Bravo vuelve a colapsar el orden constitucional imperante - por lo menos en Haití, Ecuador, Chile, y Bolivia -, y lo hace de manera cada vez más feroz. Obviamente, los medios de comunicación hegemónicos evitan definirlo como una cuestión de carácter sistémico e inherente a las democracias burguesas en tanto simulacro cada vez más evidente de “libertades civiles”.


Sin ir más lejos, en estas horas dramáticas el caso boliviano funciona como inmejorable ejemplo de la resistencia de las clases dominantes a perder privilegios conquistados por la fuerza desde hace más de cinco siglos: El gobierno popular de Evo Morales Ayma desplegó su acción junto a los movimientos sociales; creó una nueva constitución que otorgó derechos a trabajadores, campesinos, estudiantes, mujeres e indígenas; convirtió al régimen institucional de su país en Estado Plurinacional reconociendo a los pueblos originarios; ocupó la mitad de los cargos públicos con mujeres (un 68% indígenas); estableció un bono monetario para estudiantes; construyó más de 1.100 escuelas; redujo el índice de analfabetismo del 22,7% al 2,3%; creó una pensión para adultos mayores a partir de los 65 años; edificó 134 hospitales; construyó 7.191 centros deportivos; hizo 12 fábricas de litio, 3 de cemento, 2 de automotores, 28 textiles, y creó 12.694 cooperativas; aumentó el salario mínimo en un 1000%; construyó más de 25.000 km de carreteras; eliminó las 8 bases militares que EEUU tenía en su país y expulsó a la DEA y a la CIA; nacionalizó servicios como el agua y el gas definiéndolos como derechos humanos fundamentales; defendió los Derechos de la Madre Tierra; lanzó al espacio su primer satélite bautizándolo Tupac Katari; pasó de ser el país más pobre al de mayor crecimiento en Nuestra América, incrementando su PBI en un 400%… y - por si algún/a desprevenid@ dudaba sobre la existencia de una clase social indispuesta a convivir con las demás - hoy un gobierno de facto está ahogando todas esas conquistas en sangre, ante la imperdonable indiferencia del Norte Global.


En tanto, el denominador común al que recurre buena parte de l@s analistas consiste en describir la situación como tensión irreconciliable entre fascismo y progresismo, cuando la experiencia viene demostrando que el sentido que se atribuye a cada uno de esos términos constituye la alternancia natural de la vida política al interior del sistema capitalista.


Sin embargo, aunque ambas categorías pertenecen al campo semántico de la política, su significado no reviste el mismo status. Mientras que una remite a una experiencia histórica concreta, la otra solo califica a una determinada orientación del hacer político.


Pese a ello, gran parte de la militancia nostramericana apela al facilismo de definir como fascista a cualquier acción de carácter autoritario y por lo general violento, ya sea que se perpetre desde el Estado o la comunidad, mientras que caracteriza como progresista a toda tendencia que apunte a incrementar nuestra calidad de vida.


No obstante, el concepto de fascismo tiene un origen que no da lugar a ambigüedades. Este se remonta a un movimiento político y social nacionalista totalitario que nació en Italia de la mano de Benito Mussolini tras la finalización de la Primera Guerra Mundial, cuya doctrina (y las similares que se desarrollaron en otros países, como el nazismo alemán o el falangismo español) recibe dicho nombre. Fascio es una palabra italiana que significa literalmente "haz" (tiento o cuerda capaz de sujetar un conjunto de varas), y en sentido figurado significa "liga", lo que constituía una traducción italiana de la palabra fasces, símbolo de la autoridad republicana en la antigua Roma. De ahí que la utilización común de dicho término para caracterizar conductas excesivas del poder no sea otra cosa que una trivialización de su origen, convenida a los efectos de crear sobreentendidos rápidos al interior del activismo, como suele ocurrir con las degradadas y perimidas categorías de izquierda y derecha, que hoy definen mucho menos de lo que definieron durante el siglo pasado.


Por su parte, aunque el progresismo tiene precedentes en la Revolución Francesa, cuando políticamente era sinónimo de reformismo, tomó forma como tendencia política de las luchas contemporáneas por los derechos civiles y políticos que dieron vida a movimientos sociales como el feminismo, el ecologismo, el laicismo y la diversidad sexual, entre otros. A falta de una nueva teoría revolucionaria que motorice a los pueblos hacia su definitiva liberación, ha terminado asimilándose a la noción de “ampliación de derechos” e “inclusión social”, como requisitos de humanización del modelo capitalista… cada vez menos capaces de lidiar con su actual naturaleza global y predatoria.


Estas disquisiciones, a primera vista innecesarias, no lo son en lo más mínimo. Porque las palabras tienen poder instituyente, y - por ende - contribuyen a calificar o degradar la actividad política.


El carácter de las luchas populares sostenidas en la región da cuenta del estrecho corset establecido por las clases dominantes desde la fundación de nuestras respectivas repúblicas, a la hora de propender a un equilibrio en la tensión capital - trabajo - naturaleza, al punto de que por ahora su horizonte más auspicioso parece apuntar a la conquista de reformas constitucionales que aporten a nuestras respectivas sociedades un mayor grado de equidad social.


En la medida en que aún tales perspectivas no aparecen como categóricamente definidas, el máximo riesgo que corremos lxs nostramericanxs en lucha es el de que nuestro futuro se parezca a nuestro pasado. Vale decir, que la crisis ecuatoriana se resuelva en favor de un nuevo capítulo de su fallida “Revolución Ciudadana”, o la chilena redunde en variantes socialdemócratas como la que encarnó Michelle Bachelet, mientras que la virulencia del proceso boliviano - en tanto resistencia y represión se agudicen - aún no permite avizorar su posible desenlace.


La “Argentina Blanca” como bomba de tiempo en los días por venir


La estabilidad institucional no fue la regla en este siglo y medio de historia argentina. Del total de 53 mandatarios que gobernaron desde 1854 hasta el presente, 36 fueron constitucionales y 17 de facto. En casi medio siglo - desde 1930 hasta 1976 -, el sistema democrático argentino fue interrumpido por seis golpes militares, si se incluye el derrocamiento de Arturo Frondizi que llevó al abogado José María Guido a la presidencia.


Desde la obligatoriedad del voto, solo en tres oportunidades, dos presidentes serían electos por más del 60 % del favor popular. Además del fundador del radicalismo en su segundo mandato en 1928, el otro fue Perón en su reelección de 1951 - cuando las mujeres ejercieron su derecho al voto por primera vez a nivel nacional, a partir de la ley del sufragio femenino aprobada cuatro años antes -, y en su tercer mandato en 1973.


Algunos antecedentes del 40% de votantes que apoyó a Macri en la última elección, pese a que todos los índices de la actividad económica resultan negativos, permiten corroborar - aquí también - la vigencia de una considerable porción de la sociedad indispuesta a una distribución más justa de la renta nacional.


Entre 1945 y 1955, tuvieron lugar siete elecciones nacionales. Dos de presidente que coincidieron con legislativas en 1946 y 1952, una de constituyentes en 1951, otra de vicepresidente en 1954 y tres de legisladores en 1948, 1950 y 1954. El Partido Justicialista (PJ) ganó claramente las siete, pero el no peronismo se mantuvo entre un porcentaje que superó el 40% con la Unión Democrática y el 30% que obtuvo la UCR en legislativas en las cuales canalizaba el voto antiperonista.


Entre 1983 y 2005 tuvieron lugar otras doce elecciones nacionales. En 1983 se votó para presidente y el no peronismo unido detrás de Alfonsín, ganó con más de 51,75% de los votos. La UCR también ganaría la elección legislativa de 1985 con 43,6% de los votos, para perder frente al PJ en 1987, pero reteniendo 37,3% de los votos.


En 1989 ganó el PJ con cerca de 47% de los votos, y la UCR quedó como segunda fuerza con 32,4%.


En 2015 Macri se impuso a Daniel Scioli, del Frente para la Victoria, en segunda vuelta por 51,34% a 48,66%. El entonces jefe de gobierno porteño le ganó al candidato elegido por la entonces mandataria para sucederlo por solo 678.774 votos de diferencia.


Como conclusión provisoria podría afirmarse que “el mejor de los sistemas posibles” nació y pervive destinado a obstaculizar la voluntad de las mayorías reales (que no es exclusivamente la de quienes quedan habilitadxs para votar, como lo demuestra fehacientemente el imperdible documental “Qué democracia?”, del colega Patricio Escobar: https://www.youtube.com/watch?v=kOMcMgV1no8&t=516s) y que, respetando las actuales reglas de juego, se hace tan difícil gobernar junto a la masa crítica en cuestión como imposible hacerlo en contra de sus intereses.


¿Tienen las rebeliones del continente un horizonte pos capitalista?


Ya hemos sostenido en ocasiones anteriores que ante el derrumbe del Socialismo Real y la insuficiencia de la Década Larga Progresista de Nuestra América sobrevino una cierta desazón en gran parte de la militancia, que contribuyó a producir un tránsito desde posiciones decididamente antisistémicas a otras más predispuestas a abrazar el pragmatismo de propender a lo estrictamente posible en estas circunstancias de la historia, resignando por ende la condición disruptiva inherente al ejercicio de un pensamiento crítico.


Como se ha manifestado en el primer apartado de esta nota, los anhelos más interesantes que viene expresando la lucha popular que se libra en la región apuntan a la conquista de Asambleas Constituyentes, democracia directa, y autogestión: En tal sentido, la comuna sigue apareciendo como el espacio donde mejor se pueden ir materializando dichos cambios mientras la radicalización de las masas vaya gestando otra clase de Día D.-


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