Dossier: A 50 años del Cordobazo. Presencias, ausencias y memoria.
Por Carlos Aznárez
50 años en la vida de un país es un tiempo breve, aunque parezca lo contrario. Más si se piensa en términos de una gesta que marcó toda una época y abrió las puertas a decenas de insurrecciones populares y a la idea de tomar, de una buena vez, el cielo por asalto. El Cordobazo fue eso y mucho más, pero no se queda clavado e inmóvil en la historia sino que hoy mismo su legado habilita a repensar nuevas insurgencias.
Todo comenzó en junio de 1966 cuando un general que llegó a creerse un Dios pensó que a través del golpe de Estado podría perpetuarse en el poder por décadas. Juan Carlos Onganía había convertido la singular “proeza” de echar del gobierno al radical Arturo Illia y tener desde su primer día de reinado, la complicidad (cuando no) de un sector de la burocracia sindical, del nacionalismo católico ultramontano y un magro consenso clasemediero que se imaginaba que por fin se iba a restaurar “el orden” y se dejaría de lado a los “populismos”. El clima que se vivió en los días subsiguientes, después de la represión en las universidades (la famosa “noche de los bastones largos”), las detenciones y el exilio forzado de varios profesores y científicos, era depresivo. Hasta el propio Perón había lanzado desde su exilio en Madrid, la recordada frase: “Hay que desensillar hasta que aclare”. Todo parecía cerrar en la idea de que esos milicos que se autodenominaban “revolución argentina”, venían para quedarse un largo tiempo.
Tres años después, el Cordobazo estallaba en pleno rostro de la dictadura y generaba una gran conmoción en todo el país que sirvió para acicatear nuevas insurrecciones populares.
Vale recordar cuáles fueron los factores que surgieron como esenciales para desarrollar una pueblada de la magnitud de aquellos días de fines de mayo de 1969, sobre todo para demostrar que la memoria puede ayudar en la búsqueda de salidas en tiempos difíciles.
Hay que tener en cuenta que después de la “Revolución” gorila y fusiladora de 1955, se fue generando en Córdoba (precisamente en la provincia que acunaba a militares que participaron activamente en el golpe contra Perón) un caldo de cultivo popular y rebelde, con sindicatos combativos y pluralistas. No era extraño encontrarse en las movilizaciones de 1967 y el 68 marchando juntos a obreros peronistas y de la izquierda marxista. Así, para mediados de 1969, el clima de repudio a la dictadura era una de las bisagras fundamentales de la unidad por la base, en una provincia repleta (sobre todo en los alrededores de la ciudad) de fábricas metalúrgicas y metal-mecánicas, con obreros relativamente bien pagados y con un importante nivel de conciencia gremial. A esto hay que sumar una población estudiantil de casi 30 mil estudiantes y mucha militancia barrial organizada, que contaba con el apoyo en algunas zonas específicas de curas obreros adscriptos a un cada vez más numeroso Movimiento de Sacerdotes del Tercer Mundo.
Todos estos elementos sumados a tres fuertes liderazgos sindicales, el de Agustín Tosco (Luz y Fuerza y de la rebelde CGT de los Argentinos), Atilio López (UTA y dirigente del peronismo revolucionario) y Elpidio Torres (de la rama Energía de Luz y Fuerza y del peronismo ortodoxo), generaban la posibilidad de, llegadas las circunstancias, forjar una contraofensiva al gobierno dictatorial.
Razones no faltaban para lanzarse a la calle aquel convulsionado mes de mayo del 69. El día 15, se había producido el Correntinazo, al ser asesinado en una manifestación en la provincia de Corrientes, el estudiante Juan José Cabral. Esa muerte trajo otra, al día siguiente, en la ciudad de Rosario, la del estudiante Luis Norberto Blanco, quien estaba manifestándose en repudio a los hechos de Corrientes.
Por su parte, la CGT de los Argentinos, convocaba a enfrentar la represión dictatorial en
todo el país, y Córdoba era un escenario importante para que quedara al margen.
Así fue, que tras un encuentro entre Tosco y Elpidio Torres, a pesar de las enormes diferencias ideológicas entre ambos, resolvieron que las dos CGT que por esos días tenía Cordoba, aunaran esfuerzos para responder en la calle la ola de asesinatos de militantes populares. Faltaban pocos días para la fecha fijada, el 29 de mayo, y en los barrios, fábricas y universidades ya había olor a pueblada. Jóvenes estudiantes del barrio Clínicas preparando bombas Molotov, obreros mecánicos de las plantas de Fiat, Perkins o Thompson Ranco, o los metalúrgicos de Rubol, haciendo contra reloj, decenas de hondas metálicas para lanzar bulones de acero, o fabricando clavos miguelito para pinchar los neumáticos de los patrulleros policiales. Lo mismo ocurría en los barrios, donde militantes peronistas y comunistas pintaban las pancartas o salían a recoger gatos abandonados para lanzarlos como “distractivo” contra los perros policiales.
As´se llegó por fin al día D. Desde muy temprano enormes columnas obreras marcharon desde distintos puntos del conurbano cordobés, con la decisión de quienes no solo están hartos de la prepotencia de los poderosos sino que desean inexorablemente asaltar el poder para que de una buena vez gobiernen los de abajo. Al llegar a la ciudad, surgieron los primeros y grandes enfrentamientos con la policía y allí mismo comenzaron a escribirse páginas que llenarían de orgullo a los luchadores que habrían de tomar la posta de allí en más. Policías a caballo, esos que se jactaban desde siempre de castigar a rebencazos a quienes osaran enfrentarlos, retrocedían asustados, frente a la decisión peleona de la multitud. «Obreros y estudiantes. unidos adelante”, se escuchaba en todas las esquinas, mientras chicos y chicas de distintas facultades “asaltaban» con jóvenes como ellos pero de mameluco azul, las sedes de empresas trasnacionales o bancos de igual procedencia, y una vez arrojados a la calle biblioratos, muebles y hasta cuadros, los quemaban para repeler los gases policiales. Córdoba se había inundado de consignas y gritos, de rostros sonrientes y animosos, por sentires fuertes, codo a codo con otros que hasta ese día no se imaginaban tener tanta osadía. Tanta, que a las pocas horas la policía fue desbordada y debió esconderse en sus comisarías, que también eran asediadas. El pueblo llano, los que casi siempre fueron ninguneados por el poder, se habían adueñado de la situación y eran, qué duda cabe, los que habían alcanzado, por unas horas al menos, tener en sus manos la famosa “batuta” con que dirigir el levantamiento de masas. Ni más ni menos.
Después de hacerse con el centro de la ciudad y demostrar el coraje que da el pelear por una causa justa, la multitud se retiró hacia los barrios y desde allí, generó diversos cortes de calles y se amuralló para seguir la batalla. Si faltaba algo, los trabajadores de Luz y Fuerza «bajaron la palanca”. dejando la ciudad a oscuras apenas comenzada la noche. El espectáculo que se vio a partir de ese momento es, aún hoy, inolvidable: desde los barrios más combativos se escuchaban las explosiones de petardos, o se iluminaba la calle con barricadas de fuego, mientras de una punta a otra se podía escuchar con toda nitidez, el himno de esa desigual guerra popular:“El pueblo unido, jamás será vencido”. A los que otros, que preparaban nuevas asonadas les respondían: “El pueblo armado, jamás será explotado”.
Ante la dimensión del Cordobazo (así lo identificaban las primeras planas de los medios nacionales) muy pronto desde Buenos Aires, la dictadura impuso el toque de queda y lanzó sobre la ciudad al Ejército invasor, que a sangre y fuego entró con sus tanquetas en el centro desierto de la ciudad, allanando los locales sindicales, deteniendo a los principales dirigentes y luego avanzando hacia los barrios donde miles de manifestantes los enfrentaron cuerpo a cuerpo. A la vez, subidos a los techos de las casas y de las distintas facultades, cientos de estudiantes y vecinos les arrojaban a los uniformados piedras, tachos de basura o agua ardiente.
El Cordobazo, además de cientos de detenidos y heridos, dejó un saldo que no fue de derrota ni mucho menos. Abrió la posibilidad de que nuevas luchas por todas las vías posibles posibilitaran que solo cuatro años después los milicos abandonarían el gobierno a manos de un gobierno popular.
Analizado desde este oscuro presente, donde el posibilísimo, la resignación, la práctica desgastante de “apoyar lo menos malo” o las falsas esperanzas que suele pintar la politiquería de la democracia burguesa, parecen estar de moda en contra de generar estadios superiores de compromiso para lograr la liberación nacional y social sin ningún tipo de subterfugios, el Cordobazo es un claro ejemplo de que se puede transformar la realidad. Su legado, de unidad popular para la lucha, la fortaleza que dan las calles cuando se trata de obtener reivindicaciones o protestar por injusticias, la acción directa contra el opresor y sus uniformados, la necesidad de la organización desde abajo y combatiendo, la conciencia de saber que se trata de una lucha de clases donde el factor decisivo está en saber en qué lado de la vereda se para cada uno, y el tener la claridad de que el poder, la burguesía, el capitalismo y sus cómplices internacionales jamás van a ceder si no se los presiona y enfrenta con todo, son pautas que en este 50 aniversario no están para nada obsoletas. Por el contrario, deberían darnos fuerzas para seguir batallando por un futuro donde la Revolución y el socialismo (a los que algunos y algunas intentan hacer desaparecer con triquiñuelas cortoplacistas) sean otra vez, el punto de llegada.
Iniciativa conjunta desarrollada por Resumen Latinoamericano, Contrahegemoníaweb y La luna con gatillo.
Carlos Aznárez, periodista, escritor. Director de Resumen Latinoamericano periódico, radio y TV.
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