Por Mariano Pacheco
En esta segunda entrega, el autor advierte sobre la necesidad de que la nueva organización sindical del precariado pueda sostenerse sobre las bases de una genealogía insurgente que rescate los aspectos más combativos, antiburocráticos y dinámicos de la historia de lucha de la clase obrera, tanto nacional como internacional.
IV-
Entendemos que la UTEP deberá medirse con la tensión entre verse asimilada al sindicalismo tradicional (en gran medida devenido empresarial) y contribuir a su regeneración, sobre la base de un cruce virtuoso entre los fenómenos contemporáneos mencionados en la primera parte y la rica tradición combativa y antiburocrática del sindicalismo nacional e internacional.
Por la diversidad de corrientes políticas que la impulsaron y la sostuvieron, la Asociación Internacional de los Trabajadores (AIT, o “Primera Internacional”), se nos presenta como el primer gran ejemplo que podríamos poner en relación con la UTEP, una experiencia que, en la Argentina, hace confluir a gran parte de las organizaciones del precariado que fueron promovidas por corrientes políticas tan diversas que van desde el peronismo hasta el anarquismo, pasando por distintas variantes de las izquierdas y sectores del cristianismo.
Fundada en Londres en 1864, la AIT combinó durante una década la promoción de la lucha sindical en cada país con la difusión de ideas contestatarias sostenidas sobre una base de acciones de solidaridad con los procesos de lucha de otros pueblos y, bajo el lema “la emancipación de los trabajadores será obra de los trabajadores mismos”, una clara adhesión al pensamiento que sostenía que la liberación de la clase obrera sería además un proceso internacional, como internacional era la lógica del mercado mundial capitalista. La AIT se convirtió así en una escuela de organización, educación y elaboración política de las clases trabajadoras. Llega a la Argentina en 1874, cuando el programa liberal comienza a imponerse ya sobre los malones de la indiada y las montoneras del gauchaje, en el momento inmediatamente previo al proceso de consolidación definitiva del Estado nacional, desarrollado sobre las bases del genocidio conocido como la “Campaña del desierto”.
Desde entonces, y hasta el peronismo, la clase trabajadora argentina realizó un profundo proceso de sindicalización, lucha y organización, que tuvo sus avances y retrocesos, sus figuras y fechas emblemáticas, marcadas por grandes masacres. Desde la primera huelga general de noviembre de 1902 hasta las grandes huelgas del trienio rojo y negro (los Talleres Vasena, que termina en la masacre de la Semana trágica en enero de 1919 en Buenos Aires; las huelgas de la Forestal en el Chaco santafecino y del sur del país que culminan con las matanzas del Quebracho y de la “Patagonia rebelde”), pasando por la huelga de las escobas, protagonizada por mujeres y niñes en la Buenos Aires de agosto de 1907. Bibliotecas, asociaciones mutuas, compañías de teatro, acción directa y justicia proletaria fueron parte de unas décadas en las que anarquistas y socialistas (y luego comunistas) contribuyeron no sólo a que la clase trabajadora se organizara y lucha por conquistas elementales para mejorar su vida, sino que gestara toda una contracultura obrera y una perspectiva de transformación profunda de la sociedad. Con el peronismo, una serie de conquistas se plasman en legislación, que ni siquiera la brutal contrarevolución conservadora iniciada con el sangriento golpe de Estado de 1955 pudieron barrer, dando paso a un proceso de resistencia que luego del “corte Cordobazo” se transformará en ofensiva popular en post del cambio social. En ese período afloran figuras fundamentales como la de Agustín Tosco, dirigente del sindicato de Luz y Fuerza de Córdoba, programas obreros como los de La Falta, en 1957; Huerta Grande, en 1962 y la CGT de los Argentinos, en 1968, que recuperaremos brevemente a continuación.
Así, una política antiimperialista y latinoamericanista, de activa solidaridad internacionalista de la clase trabajadora con las luchas de liberación nacional emprendidas por los pueblos oprimidos se combina con una propuesta de desarrollo nacional con justicia social, que implica asumir la necesidad de la liquidación de los monopolios extranjeros y el control estatal del comercio exterior, expropiación del latifundio con extensión del cooperativismo agrario, en perspectiva de desarrollar la industria liviana y pesada en plena integración económica con los pueblos hermanos de Latinoamérica. Además, estas propuestas se concebían a partir del desarrollo de un pleno protagonismo popular a la hora de tomar las grandes decisiones que marcaran el destino nacional. “Control obrero de la producción” (y de los precios); “distribución de la riqueza nacional mediante la participación efectiva de los trabajadores” y “creación del organismo estatal que con el control obrero posibilite la vigencia real de las conquistas y legislaciones sociales” figuran entre las bases programáticas de La Falda, a las que se agregarán luego, en Huerta Grande, la línea de avanzar en un proceso de nacionalización de todos los bancos (“establecer un sistema bancario estatal y centralizado”) y sectores claves de la economía (siderurgia, electricidad, petróleo y frigoríficas), propuesta que remata con una aseveración fundamental a la hora de pensar en cortar con la dependencia, como lo es “desconocer los compromisos financieros del país, firmados a espaldas del pueblo”. Esto, en 1957 y 1962.
En 1968, acorde a los vientos de rebelión que soplan por todo el continente y gran parte del mundo, un año antes de que acontezca “El Cordobazo”, la combativa y antiburocrática CGT de los Argentinos, en pluma del director del periódico CGT, Rodolfo Walsh, lanza el Primero de Mayo un “Llamamiento al pueblo argentino”, en el que la clase trabajadora posiciona un punto de vista específico (anticapitalista) a partir del cual reorganizar la sociedad sobre nuevas bases: “La historia del movimiento obrero, nuestra situación concreta como clase y la situación del país nos llevan a cuestionar el fundamento mismo de esta sociedad: la compraventa del trabajo y la propiedad privada de los medios de producción”.
Es en este clima de época, con una primera revolución triunfante en América Latina (Cuba) desde 1959, y con procesos de descolonización y de lucha abierta en los cinco continentes durante toda la década del sesenta, que en los años setenta la palabra socialismo circula como parte del vocabulario cotidiano, no sólo de las izquierdas sino también del peronismo, incluso en sus versiones más burocráticas y conservadoras. Ejemplo de ésto puede ser el debate televisivo sostenido entre Tosco y José Ignacio Rucci (https://www.youtube.com/watch?v=koSQTuw_abU), en el cual el primero explica que entiende por socialismo, y define al movimiento obrero como una práctica “eminentemente democrática”, y a la CGT, como “palanca para la liberación nacional y social, y no como un factor de poder dentro del sistema”. Tosco, en esa emisión del programa televisivo “Las dos campanas” (conducido por Gerardo Sofovich en Canal 11) denuncia la reducción del sindicalismo a los “estrechos márgenes del economicismo” y destaca el rol político fundamental que, entiende, tiene que jugar el movimiento obrero en la política argentina, que él sintetiza en un programa sostenido sobre puntos centrales, como lo son la reforma agraria, el control popular de un Estado nacional que, su vez, maneje los resortes fundamentales de la economía nacional, y que sea capaz de efectuar una planificación económica con participación y control obrero, sin abandonar la perspectiva internacionalista de solidaridad y lucha anti-imperialista. “Nosotros creemos que la CGT debe cumplir una función de coordinación orientadora, de promoción de la lucha del movimiento obrero”, dice Tosco. Es la Argentina de 1973, pero bien podría ser la de 2020, ya que incluso con la derrota de Mauricio Macri en la contienda electoral de octubre de 2019, la lucha por una sociedad más justa no termina, aún cuando pueda suponerse que la gestión entrante tenga políticas a favor de los sectores populares.
El principio de autonomía política, sostenido por la CTA desde sus inicios, puede ser una buena definición para pensar los desafíos del sindicalismo en la Argentina contemporánea, incluso para aquellas franjas trabajadoras que se asuman “oficialistas” del nuevo gobierno.
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